JAVIER MARÍAS – El PAIS SEMANAL 12/11/2006
Me he enterado con desolación, de hecho, de que las actuales comuniones son uno de los platos fuertes de la temporada y que se organizan como “minibodas”, es decir, por todo lo alto, con profusión de convidados y no nimios regalos, hasta el punto de que muchos padres solicitan créditos a los bancos para tales festines, endeudándose durante meses si es preciso, con tal de no quedar por debajo de sus amistades, parientes o colegas, independientemente de la clase social a que pertenezcan y del poder adquisitivo de que dispongan. Y si esto ocurre con una chuminada como las primeras comuniones, qué no se dará con las bodas, bautizos, aniversarios varios y hasta funerales. A la pesadilla hay que añadirle el mimetismo y la envidia, y por lo visto no es raro que en los hogares españoles se pronuncien frases como la siguiente: “Oye, si los Madróñez celebraron a lo grande sus cinco años de matrimonio, no podemos quedarnos atrás cuando los cumplamos, habrá que dar por lo menos una mariscada”. Poco importa que no haya tradición de celebrar esa cifra, o si acaso sólo entre los cónyuges. Basta con que los malditos y ostentosos Madróñez hayan tenido la ocurrencia para que detrás les vayan un montón de parejas y no acabemos. De tal manera, me cuentan, que los motivos de reunión y gasto se van multiplicando, y la gente va de una fiesta a otra con la lengua fuera, la tarjeta en números rojos, la libreta cada vez más grande para anotarlo todo y el capítulo de ofensas en permanente aumento, porque siempre habrá conocidos o compañeros que deberán “sacrificarnos” y no incluirnos en sus listas, no cabemos tantos en algunos locales.
Pero no son sólo estas cosas de matrimonios. Algunas amigas jóvenes, todavía con hijos pequeños, me confiesan que viven esclavizadas por los cumpleaños infantiles y que no hay viernes o sábado en que no les caiga uno encima. No sé, cuando yo era niño, el día en que cumplía años uno llevaba caramelos para repartir en clase y luego, tal vez, invitaba a su casa o al cine a tres o cuatro verdaderos amigos. Ahora la costumbre es convidar a la clase entera, y no a merendar o a una película, sino a festicholas con payasos contratados, o magos, o abominables mimos, esto es, con alguna atracción de carne y hueso (si es que los mimos tienen hueso). Asimismo está estipulado que los niños invitados, que antes regalaban al agasajado, reciban a su vez de los padres de éste alguna chuchería, “para no hacer discriminaciones y que todos se lleven su obsequio” (qué mundo ñoño). Y como la clase en pleno es invitada e invita, lo lógico es eso, que no haya fin de semana sin movilización de todo quisque por el cumpleaños de alguien. Si se añaden al panorama las habituales cenas entre matrimonios y similares, y la obligación de corresponder con otra equiparable a cada pareja de anfitriones; y la Nochebuena, los Reyes, el importado Halloween cretinoide, la Pascua y San Juan Crisóstomo, los fines de carrera, las cursilísimas peticiones de mano y las soeces despedidas de soltero o soltera, no hay vez en la que al oír hablar de estos compromisos esclavizadores e interminables a mis conocidos –fuente de rabietas, apuros, agravios, gastos, angustias y endeudamientos–, no me felicite de permanecer soltero y sin vástagos y bastante libre de ese círculo vicioso de mayúsculas horteradas y zarandajas sin cuento.
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